[Cuando no soy capaz de escribir nada rescato relatos. Texto escrito originalmente para el segundo número de la revista «Lo Bello Duele«.]
Supongo que para quien no lo ha vivido entender y comprender a quien no se identifica con su género es algo complejo, igual que saber lo que duele un parto, una ruptura sentimental o el vacío enorme que da perder a un ser querido.
Estar encerrado en un cuerpo que no es el tuyo es doloroso, te sientes contigo mismo como cuando duermes en una cama que no es la tuya. Sientes en el mejor de los casos una ligera incomodidad que forma parte de tu día a día y te mina la moral, pero te acostumbras a ella.
Creo que tenía cuatro o cinco años cuando dije en voz alta que no quería llevar vestidos ni faldas y en mi familia lo tomaron como algo de lo que sentirse orgullosos, un síntoma claro de una personalidad reivindicativa y llena de matices para alguien de tan corta edad. Pero claro, lo que ellos no sabían es que en mi cerebro de infante aquello iba más allá. Llevar aquel tipo de ropa me hacía sentir dentro de un disfraz que no me gustaba y que me creaba un malestar que no era capaz de descifrar, pero por suerte nunca más me obligaron a llevar la ropa que no quería.
Mini punto para ellos.
Recuerdo un día en el colegio, supongo que era septiembre y hacía poco que habíamos comenzado las clases, y alguien me dijo que yo no podía jugar con los chicos porque era una niña. Aquello sí que no lo entendí, cuando tienes cuatro años como mucho los niños se diferencian de las niñas en el pelo largo o en los pendientes, porque poco sabemos tan pequeños de biología, genitales y construcciones culturales.
Lo bueno, porque en toda historia hay algo bueno, es que siempre he tenido unos amigos excepcionales, unos que desde la guardería y sin tener ni idea de lo que pasaba por mi cabeza, me aceptaron tal cual soy, me abrieron sus brazos y me pasaron la pelota para que marcara siempre gol. He tenido la suerte de que me han dejado ser el Power Ranger rojo, Lobezno y el Rey Arturo cada vez que nos inventábamos historias, y aún recuerdo los comentarios de algunas amigas: “Es que siempre eliges personajes chicos”, con cierto gesto de confusión, y yo sentía que si explicaba lo que me pasaba en voz alta nadie podría entenderlo. Debía ser algo malo lo de que tu cuerpo de chica no cuadrara con tu mente de chico, debía ser algo que sólo me pasaba a mí. Y ese era el único motivo por el que sellaba mis labios y me encogía de hombros para responder con la simpleza cándida de un párvulo: “Es que me gustan más”. Tampoco es que tuviera muchos más argumentos que utilizar allá por el año 1996.
Lo bueno, también, es que a pesar de mi tardanza y cobardía mi familia me ha arropado como nunca había imaginado.
Reconozco que he sido capaz de engañarme durante muchos años, camuflarme en la jungla urbana y social sin muchos problemas, he sido capaz de desmontar el puzzle de mi vida para no destrozar las de aquellos que me rodeaban. Reconozco también que cuando, cada noche, rezaba con mi abuela sólo pedía abrir los ojos siendo un niño, y me dormía muchas noches con las mejillas empapadas en lágrimas inocentes. Creo que por eso perdí la fe antes de aprender a hacer divisiones con decimales.
A pesar de todo, creo que he tenido una buena infancia y una buena adolescencia, supongo que ahí reside la magia de la memoria y el olvido, porque logramos borrar la mayor parte de los malos recuerdos.
Cuestión de supervivencia.
Sentirte en un cuerpo que no es el tuyo te hace sentir que eres culpable de muchas cosas, cuestionarte muchas cosas, obligarte a muchas cosas. La de días que he abierto los ojos preguntándome por qué no podía ser normal, por qué no podía ser simplemente como se esperaba que fuera, igualarme a los demás.
Acabas entrando en una espiral tú solo, sin la ayuda de nadie, un laberinto de baja autoestima, sensación de inferioridad y menosprecio.
Acabas creando tu propio infierno, hasta llegar a sentir que es el único lugar al que perteneces.
Y se te pasan por la cabeza cientos de locuras que cometer pero no tienes la valentía de hacerlo.
Y las alturas comienzan a darte miedo.
Al final llega ese momento en el que decides salir del abismo, sacar tu luz, volver a la vida real y eso es también un punto complicado de la historia. Ahí comienza el miedo por la aceptación de los demás, la vergüenza, soportar que la gente te mire por la calle con un interrogante sobre sus cabezas, que cuestionen tu verdadera identidad, que te menosprecien, que le resten importancia a tu condición.
Para mí el dar un paso al frente y contar abiertamente lo que me pasaba era algo que me aterrorizaba, algo que me generaba un nudo en la garganta y me impedía dormir, me impedía descansar, se había transformado con el paso de los años en un lastre que necesitaba soltar. Y es que algunos secretos son cargas demasiado grandes para que las transporte una sola persona.
Decidir comenzar con el proceso me supuso meses de machacarme a mí mismo, largos silencios y noches sin dormir. El insomnio y yo hemos sido una bonita pareja durante los últimos años. Y la ansiedad, la tercera en discordia. El temor a que la gente me tachara de muchas cosas, a la incomprensión, al ser el bicho raro es algo que estaba en cada uno de mis pensamientos. Y, la verdad, es que por mucho que diga todavía sigue ahí.
Sigo siendo yo mismo el que se siente diferente, el que se siente menos que los demás, el que tiene miedo de que no lo acepten como es.
Lo admito.
Comenzar la Universidad fue algo clave para descubrir a mi verdadero yo y dejarme ser, conocer gente nueva, entender otras formas de ver el mundo, probar el amor, el desamor y la pérdida completa de la esperanza.
Aunque igual eso último es algo que llevo en el ADN.
Creo que el paso de los años sólo hacía que reafirmarme en esa sensación de extrañeza conmigo mismo, a eso se sumaba el hecho de que estaba en un momento de mi vida en el que tenía todo lo que alguien necesita y debería haber sido capaz de sonreír con fuerza cuando me miraba al espejo. Pero siempre había una parte de mí que permanecía sin color, y acababa enfadado conmigo mismo y con los que tenía alrededor.
El proceso de aceptarme tal como soy es más complicado y doloroso de lo que puede parecer al verme sonreír en una fotografía, puedo llegar a parecer feliz aunque no sea así. He conseguido mimetizarme, ponerme una máscara, y otra, y otra, y lograr fingir sentimientos que en realidad no conocía. Eso también requiere de un esfuerzo sobrehumano.
Después de la evaluación psicológica, unas decenas de test de personalidad, y de sentirme más un mono de investigación que una persona, llegó el nerviosismo de comenzar con el tratamiento hormonal. Un chute de testosterona cada veintiún días para ser un hombre, o solo para parecerlo a ojos de los demás.
Y en eso estoy ahora, con un cambio hormonal que me está permitiendo acercarme a lo que siempre he querido. La voz más grave, los primeros pelos en la barba, un poco de acné. La verdad es que esta adolescencia tardía me cabrea algunos días, ¿por qué coño tengo que volver a pasar por lo horrible de la pubertad si yo ya tuve bastante con la mía?Una pubertad que odié, por cierto. Fue el momento más temido, el momento en el que mi cuerpo se transformó en todo lo que no quería que se transformara. Pronto me tocará pasar por el quirófano: una, dos, tres veces. Algo que todavía tengo que decidir. Y llegará el día en el que podré tachar mi antiguo nombre de los papeles y sentirme libre. Y entonces cambiarán muchas cosas, y por fin nadie me mirará raro cuando enseñe mi documento nacional de identidad y me escuchen hablar, podré entrar al baño de hombres sin tener miedo a que algún cateto se escandalice o me insulte, podré ir a la playa o a la piscina sin avergonzarme de mi cuerpo, podré besar a alguien en plena calle sin que nadie me cuestione (seguimos todavía en ese punto del pasado, sociedad).
Podré, por fin, estar tranquilo conmigo mismo y habré tardado casi treinta años en conseguirlo pero no voy a quejarme, hay quien no es capaz de vivir como quiere a pesar de tenerlo claro. Hay quien prefiere quedarse en su jaula mirando cómo vuelan los demás.
Sin embargo, yo creo que la tarea más ardua para aquellos que están encerrados en un cuerpo que no les corresponde, como yo, es la de creer que alguien te puede querer. Porque, a pesar de los pesares, sigues siendo un monstruo, una aberración, un insulto a la naturaleza, un fallo, un cuerpo (o un cerebro) defectuoso. Seguimos sintiendo que no merecemos el amor de los demás aunque seamos capaces de salir a la calle con una aparente seguridad en nosotros mismos.
Seguimos pensando que no podemos ser buenos para nadie y que estamos mejor solos.
Seguimos creyendo que vamos a envenenar todo aquello que se acerque a nosotros, que vamos a destrozar más vidas a parte de la nuestra.
Ahora me doy cuenta de que estoy generalizando, no hablo en nombre de ningún colectivo o grupo de personas, para empezar porque es algo que detesto. Sólo hablo de mí mismo, de mi experiencia, de los demonios que siempre aletean sobre mis hombros y me hacen las heridas más profundas.
Y es que es duro mirarte al espejo y sólo ser capaz de ver tus ojos, la única parte de tu cuerpo que permanecerá contigo cuando todo cambie y seas, por fin, quien eres y quieres ser. Pero un día te hartas del dolor, de callar, de fingir, de tener que mentir a quienes más quieres, de la carga inmensa que llevas a las espaldas y decides romper los espejos, y gritar con fuerza.
Sacas la rabia, rechinas los dientes, las lágrimas inundan tu rostro y golpeas todo aquello que hay a tu paso. Porque joder, ya está bien de dejarse en segundo plano, de anteponer a todos a uno mismo.
Ya está bien de sufrir tanto cuando la vida no debería ir de eso.
Es en este momento, en el que ya estoy despegando los pies del suelo, cuando puedo mirar mi reflejo preguntándome si seré capaz de quererme a mí mismo algún día, si podré abrazarme solo en la oscuridad y reconfortarme sin necesitar a nadie, si se irá el dolor para no volver a visitarme.
Quiero poder reconocerme en mi propio rostro, en mi propio cuerpo, independientemente de ser gordo, flaco, guapo o feo. Y, es que, me ha costado mucho darme cuenta pero he sido capaz de ver que no me queda más remedio que sonreír aunque tenga el corazón lleno de tiritas y esparadrapo para poder seguir latiendo con normalidad.
Los únicos que no lloran son los muertos, por eso me siento vivo.
Ahora más que nunca.