Los perros tienen pulgas.

[Continuación de Algunas cosas acaban.]

Aparca el coche en el garaje y se frota los ojos. El jardín huele igual que un campo de trigo recién segado, le recuerda a esos días de vacaciones de cuando era pequeño y los pasaba en el diminuto pueblo de interior del que era su padre. La sequía y el calor de este año hace que no puedan regar el césped y que estén todas las plantas medio muertas, lo cual le da un aspecto algo lamentable al jardín de la casa en la que vive con su mujer y su hija adolescente. Sabe de sobra que va a haber reproches y brazos cruzados en cuanto pase por la puerta que da desde el garaje a la cocina de su hogar.

El tema de la burbuja inmobiliaria explotó justo en el momento preciso para que pudieran comprar aquella vivienda a precio de ganga. Jardín, piscina y una buena urbanización en un pueblo en el extrarradio de la ciudad. Su casa. Muebles caros, diseño moderno. Lo cierto es que no escatimaron en nada, el dinero y los cojones para las ocasiones. Aunque aquello salió casi todo del bolsillo del forense, por qué no decirlo. En el fondo, era su casa y empezaba a sentirse como un extraño.

A veces tenía la necesidad de dormir cerca del trabajo, los días de guardia prefería estar en la ciudad. Por eso tenía un pequeño estudio en el centro en el que muchas veces prefería dormir a ver la cara de su esposa o escuchar otra discusión más.

Daniel Egea está al borde del colapso emocional. No soporta ya la carga que supone su matrimonio, los informes de autopsia del trabajo no dejan de acumularse sobre la recia mesa de su despacho y tiene una hija que sólo hace que pedir dinero para salir con sus amigos tarde y noche. Y sólo tiene cuarenta y cinco años, se supone que ya pasó por esa jodida crisis que dicen que pasan todos los hombres al superar la barrera de la cuarta década de vida y que las aguas debían volver a su cauce. Una mierda. Las cosas sólo habían hecho que ir a peor y lo único que quería era huir de todo aquello, refugiarse en el silencio de la sala de autopsias, o en su despacho y en el sonido de sus dedos golpeando las teclas para “sacar papel”.

Ya era hora.

Te había dicho que había un homicidio y que llegaría tarde.

Elisa está sentada en el sofá, con un documental de La 2 de fondo, un libro entre las piernas y una humeante taza de té esperando sobre la mesita de cristal que ocupa el diáfano espacio.

Supongo que, por lo menos, saldremos a cenar esta noche. Marisa y Felipe me han vuelto a llamar. —Ella siempre usa ese tono de condescendencia con él. Es que te perdona la vida cada vez que habla, recuerda que le decía su madre que en paz descanse. Y tenía razón. Elisa todavía se pensaba mejor que él por venir de una familia bien que había acabado venida a menos. La ruina había podido con muchos que parecían invencibles, y había tenido suerte de que Daniel estuviera ahí para hacerle menos dura la caída desde el trono.

El hombre suspira, se muerde la lengua y asiente antes de hablar.

Claro, voy a ducharme y a descansar un poco. Podemos ir al italiano. Hace una pausa, pensándolo mejor. O donde tú quieras. Le concede esa batalla pero no la guerra.

Ha entrado en el salón y ni siquiera se ha acercado a dejar un beso en los labios o en la mejilla de su mujer, tampoco ella se lo ha pedido. Hace tanto tiempo que no tienen sexo que se ha visto obligado algunas noches a usar alguna página porno para masturbarse y dejar de pensar un rato. Ni siquiera hay cariño o algo de respeto, y eso es algo que hace que el veneno se vaya extendiendo por las extremidades del hombre y por los cimientos de la casa. El aire empieza a ser cada vez más tóxico. Lo cierto es que tampoco quiere que su hija Laura se críe en el seno de una familia así, en la que ya no puede aprender a seguir ningún buen ejemplo, y para una adolescente es algo fundamental. O eso piensa él.

Sube los escalones hasta llegar a su estudio y deja allí el maletín de cuero ya desgastado. Camina hasta la habitación de su hija y toca un par de veces hasta escuchar su voz medio somnolienta, abre la puerta y pasa en la penumbra.

Buenas tardes, cariño. Una serie de Netflix de fondo y el aire acondicionado refrescando la habitación. Se acerca hasta la cama sólo para dejar un beso en la frente de Laura.

¿Has hecho tú la autopsia del hombre que han encontrado en el vertedero?Daniel asiente, con una pequeña sonrisa.

Pero ya sabes que no puedo decir nada.

Ella hace el mismo gesto compungido de siempre.

Nunca cuentas nada.

Porque no puedo hacerlo. Pasa una mano por el largo cabello de su hija y viaja lentamente en el tiempo, remontándose a años atrás, cuando ella lo necesitaba para todo y le cogía de la mano por la calle y le pedía que la llevara a hombros entre risas. La vida cambia muy rápido.

No voy a decir ni una palabra a nadie, porfa.

Egea niega con la cabeza, lentamente, sin dejar ese aire protector que no puede evitar con su pequeña.

A los muertos hay que dejarlos descansar. Vuelve a besar su mejilla y se levanta para abandonar el cuarto.

Aquel pobre hombre ya había tenido bastante con lo que le había hecho algún o algunos desalmados. Vuelve a su mente la imagen de los dedos fracturados y en su tímpano es capaz de escuchar el crujir del hueso, como al arrancar una corteza gruesa de un árbol viejo. El golpe seco en el cráneo, la hemorragia intracraneal, la muerte llegando a velocidad de Concorde. Y después, probablemente, aquellos tres navajazos que ya se encargan de mostrar la falta de honradez. Tres puñaladas para acabar de verter la sangre como si no hubiera sido suficiente.

Camina hasta coger una toalla y desvestirse dentro del baño de la habitación. Vuelve a tener ocasión de verse reflejado en el espejo, la falta de brillo en unos ojos claros que habían pasado por tiempos mejores, las canas asomando entre el cabello castaño, la barba sin recortar. Si lo viera su padre ya se estaría tirando de los pocos pelos que le quedaban en la cabeza.

Hijo, eres alguien respetable, ¿cómo te atreves a ir así por el mundo?Le habría dicho seguramente si lo tuviera delante.

Pero nada más lejos de la realidad, Egea sabe de sobra que no es respetable, que simplemente tiene un trabajo que lo hace parecerlo. Abre el grifo de la ducha y deja que el agua corra un minuto antes de entrar y apoyar la frente contra los azulejos grises. Las ideas van tan rápidas por su cerebro que no sabe muy bien en qué focalizar su atención. Elisa es un problema, su mujer se ha convertido en el mayor quebradero de cabeza, y no sabe cómo salir de esa trampa en la que está encajonado.

Debo hacer algo, joder.

Siente el impulso de salir mojado, con la toalla amarrada a su cintura, recorrer la casa dejando un rastro de agua hasta llegar a su esposa y decirle que se acaba todo, que no aguanta más, que está harto de intentar mantener a flote algo que se hundió hace cinco años cuando ella le fue infiel y él se engañó a sí mismo pensando que podrían superar cualquier obstáculo, que podría olvidarlo. Pero es incapaz, cada vez que cierra los ojos puede imaginarla cabalgando sobre el miembro erecto de su antiguo jefe y siente las mismas náuseas que cuando ha abierto el sudario en la sala de autopsias aquella misma mañana.

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