De camino a casa he visto a una anciana en silla de ruedas, he calculado que tendría más de ochenta años, así a bote pronto, pero quizá era mucho más joven de lo que parecía. Ocultaba sus ojos tras unas gafas gruesas, que hacían pequeños unos ojos que aunque diminutos parecían llenos de esa chispa de la vida. La ironía.
Siempre que me encuentro con ancianos frágiles o con gente gravemente enferma me tiemblan las piernas, reconozco que me suele invadir una tristeza que hace que se me cristalicen las lágrimas en los ojos y un nudo se ate fuerte en mi garganta. Me conmueve y me paraliza a la vez observar lo que la vida es capaz de hacer con nosotros.
Es difícil explicar lo que sientes cuando ves a alguien convertido en huesos y piel fina llena de heridas y moratones. Es complicado entender que quienes un día tenían brazos y piernas fuertes, y eran capaces de todo, ahora están reducidos a permanecer en una cama y a respirar con dificultad, y a que los días sean exactamente iguales mientras aumenta el dolor y el cuerpo funciona cada vez menos.
Es difícil de asimilar aquello en lo que nos convertimos con el paso del tiempo porque un día éramos apenas una pequeña bola de carne flotando dentro de nuestras madres, esperando a que nos llegara la existencia; y hoy nos estamos consumiendo sin que podamos evitarlo. Porque el motor se apaga siempre.
Y lo único que importa cuando nuestros cuerpos acaban en la tumba es aquello que hicimos, aquello por lo que alguien nos va a recordar. Y no importa si dejas detrás o no fotografías, cartas, o aquella camisa que siempre llevabas en las comidas familiares. No importa si dejas un bonito reloj o un cuadro valioso, o una casa en la montaña. Lo único que les importa a los que nos sobreviven son los recuerdos, porque al final es lo que nos queda, lo que nos hace sentir que no nos vamos quedando tan solos.
Los recuerdos son como el abrazo de una madre cuando eres pequeño, y nunca quieres que te abandone esa sensación de bienestar y tranquilidad. O como cuando te pelabas las rodillas jugando las tardes de verano y ella te soplaba la herida y todo estaba bien aunque te siguiera doliendo.
Supongo que la vida consiste después de todo en eso, en dejar huella en los nuestros, en que puedan pensar en nosotros con una sonrisa aunque el corazón se les encoja de nostalgia y pena.
Supongo que la vida se reduce a ver a dos ancianos que se cogen de la mano y se sonríen. Así los años deben importar bien poco.
Quizá en la fragilidad de nuestros últimos días estamos más vivos que nunca, quizá porque sólo estamos esperando a volver a salir al mundo con otra forma, otro nombre y otro rumbo.
Tus letras me causaron nostalgia. Creo que nadie ha descubierto el propósito fiel de nuestra existencia en este mundo, pero tu idea me agrada: dejar recuerdos en quienes nos aman. Perdurar en la memoria ajena…
En mi caso, me encantaría llegar a ser una viejita de esas que no se arrepiente de nada, alguien que contagie.
Me encantó leerte!
Ojalá llegar a viejos, poder sonreír y que los que se quedan nos recuerden hasta que vayan a hacernos compañía. Gracias por leerme 😉