No sé si los domingos del mes de agosto son todavía peores que los del resto del año. Son más tristes y lánguidos que los de noviembre o marzo.
La ciudad se mantiene viva a duras penas, como moribunda, solitaria. La metrópoli se convierte en un enfermo terminal que puede quedarse en asistolia de un momento para otro. Solamente quedamos unos cuantos tratando de coger aire entre el asfalto caliente y los edificios desconchados de los barrios de extrarradio. Somos el metabolismo básico de las entrañas de la urbe.
No hay ni alcohol, ni tabaco, ni sexo, y los idiotas dicen que es verano.
Ni estrellas fugaces, ni besos, ni tu mirada, y los idiotas dicen que es verano.
Ni mar en calma, ni puestas de sol, ni probar helados de tus labios, y los idiotas dicen que es verano.
Ni sábanas blancas, ni restos de tus pintalabios en mi cuello, ni las ventanas abiertas de par en par, y los idiotas dicen que es verano.
Yo sólo quiero contigo noches infinitas de verano, sin preocupaciones, sin errores de por medio. Que sólo tengamos que cogernos de la mano y no pensar, que sólo tengamos que preocuparnos por respirar y porque no se nos acabe el café para desayunar.
Ojalá mi mundo y el tuyo colisionen y seamos capaces de transformarlo todo.
Ojalá podamos hacer los días largos pero sin miedo a aburrirnos el uno del otro, que siempre haya cosas que contar y que decir, que siempre haya algo nuevo que descubrir bajo la sombra escasa de las nubes en medio de la canícula.
La cuestión principal es que te echo de menos todo el año pero las noches de verano me gustaría coger tu mano, pasear con la brisa de fondo, besarte con calma y el sonido del mar no demasiado lejos.
Y lo que digo no es culpa del calor, ni de las circunstancias, es sólo culpa de este pobre corazón.
No estás conmigo, y los idiotas dicen que es verano.