Creo que voy a escribir las palabras más difíciles hasta la fecha, y es que despedirme nunca se me ha dado demasiado bien. Me acaba temblando el labio y me quedo sin voz.
No me voy porque quiera pero siento que me echas de tu lado, que comienzo a complicarte gravemente la existencia y no creo exagerar si digo que soy el último ser sobre la tierra que busca tu sufrimiento.
No me marcho por cobarde, me retiro porque a pesar de haber luchado debo admitir que he perdido.
Lo mejor es asumirlo.
De verdad que lo quería todo y he vuelto a quedarme con la nada entre las manos.
No te odio, más bien todo lo contrario, por eso voy a tomar la dirección que menos quiero seguir para poder liberarte, quitarte la carga, que puedas cerrar los ojos por la noche sin ningún temor, sin que haya ningún pensamiento golpeándote la conciencia.
Quitarte los remordimientos a base de distancia y olvido.
Tengo que asumir que has sido la piedra más bonita del camino con la que podía tropezar, la que quería sin saberlo, la que nunca esperaba encontrar.
Quizá es por eso que dueles, que río, que todavía sigo vivo y también lloro.
Serás por eso tinta invisible sobre mi piel.
Dulce pecado.
Lamento las circunstancias y no tener nuestro momento, lamento no ser capaz de mantener eterna la sonrisa en tu rostro, lamento no poder colar mi mano entre tus muslos y sentir cosquillas en la barriga, lamento no mirarte un rato mientras duermes antes de caer rendido.
Lo que más lamento es seguir siendo siempre el hombre equivocado, el que deja caer la toalla de nuevo, el que no sabe lo que es llegar a meta y colgarse una medalla.
Me dicen los locos que también se puede vivir sin ti, que hay algo más allá de la oscuridad y la desolación que imagino con tu ausencia.
Pero qué sabrán ellos si nunca han tenido que decirte adiós.