Carreras de fondo y suspiros que van a acompañarnos el resto de nuestras vidas. La montaña rusa del día a día no da tregua, igual que el cambio climático.
Y de pronto llega la filosofía budista a abrirnos los ojos y hacer que nos replanteemos las cosas. Parece que siempre tienen que venir de lejos a decirnos que lo estamos haciendo mal, que se puede actuar de otra forma, y entonces detenemos nuestros pasos, observamos a nuestro alrededor y asentimos.
Tenían razón.
Aún no hemos caído en la cuenta de que nos envuelven las casualidades desde que abrimos los ojos antes de que suene el despertador hasta que somos capaces de conciliar el sueño por puro agotamiento.
Saludamos a desconocidos, sonreímos a quien no solemos hacerlo, nos despedimos sin palabras de quien ayer nos acompañaba a beber cerveza, nos damos el primer beso con alguien que acaba de aparecer en nuestros días. También es casualidad que se nos olvide algo cuando somos los que lo recordamos todo, o que se nos rompa el vaso cuando no llevamos la etiqueta de patosos en la frente. Es casualidad que todo nos vaya bien o nos vaya mal, o quizá no es cuestión de suerte si no del cristal de nuestras gafas, de que nos han dicho que nada va a salirnos bien y hemos asumido el rol de perdedores.
Ya es hora de que nos quitemos el victimismo de encima, la estúpida idea de que todo sale mal y no va a mejorar. Vamos a dejar de quejarnos para hacer algo, olvidar el papel de sufridores y poner soluciones. Vamos a abandonar la comodidad del sillón para alzar la voz, el puño y los corazones.
Nos gustan las quejas más que la acción.
Igual también es casualidad.
[Lo que no es casualidad, estoy convencido, es de que te cruces en mi camino cada vez que me veo perdido, que hagas de faro entre la niebla, que seas la bandera en lo alto de la cumbre, que suenes a canción de Radiohead en mi silencio, que te vea como la señal de fin de carretera.]