Has sentido cómo te arrancaban el corazón, cómo la carne se separaba lentamente de tu cuerpo, cómo te abrían las costillas para hacerse paso. Y ahora trata de latir ante tus ojos, sobre el suelo húmedo, empapado de sangre. Te devuelve la misma imagen lamentable que un pez sobre la orilla que busca seguir respirando pero no puede.
Tengo que admitir que lo ha hecho bien, lo de darme la estocada final sin mirarme a los ojos, sin atreverse a que le tiemble el labio al decir las cosas en voz alta, sin atreverse a que le pueda reprochar y responder tantas verdades como veces ella me ha mentido.
La cobardía sigue ganando a la sinceridad una vez más. Hubiera sido mucho más sencillo hablar que jugar así, haciendo más daño del que era estrictamente necesario.
Si lo pienso bien ha sido de esas personas que dicen te quiero en voz baja, con la boca pequeña, con miedo a pronunciarlo, y yo me había lanzado al vacío sabiendo que no había red, sabiendo que ella no estaría cuando más la necesitara.
Se mezclan la decepción y el dolor con el crítico analítico que me baila por dentro. No puedo evitar entrar en un bucle de silencio, ojos rojos y pinchazos en el esternón. No puedo evitar mirar el reloj con desgana esperando que llegue la hora para poder meterme en la cama sin que nadie se preocupe demasiado.
Lo peor de todo es no poder aferrarte a un motivo, saber qué has hecho para que el fin llegue como un disparo en la rodilla.
Sentirte como un perro al que han tirado sin más.
Y ya da igual porque nada va a arreglarte, ahora que empezabas a tener algo de ganas por vivir, por saber en quién te convertirías con el paso de los años.
Ahora toca volver al pozo del que nunca debí salir, sentarme solo, que las aguas estancadas me mantengan mojado hasta morir de frío.
Empieza la mejor peor época de mi vida.