Son las 04:56 de un miércoles de abril y el silencio me envuelve, y no puedo tragar saliva con la garganta tan seca. Hoy tengo otra vez el puñal atravesado en la boca del estómago, y se retuerce entre risas de esas que sólo puede escuchar uno mismo en su cabeza.
Todo por hacerme daño.
El insomnio febril ha vuelto a mecerme en sus brazos, a llevarme lejos de una cama empapada en sudor enfermizo. A ver llover en medio de una calle londinense, a leer tumbado en medio de un mar de árboles, a oler la sangre que rueda por mis muñecas, a ver los ojos opacos de la muerte mirándome fijamente, el espejo roto sobre el suelo de mi habitación.
El delirio nocturno, las pesadillas de antaño.
Con los pies sobre el suelo me doy cuenta de demasiadas cosas y vuelvo a tener veneno recorriéndome por dentro, imbricándose en mi piel, en mi cerebro, en mis arterias.
No sé qué tiene el mes de abril para acabar siendo tan fatídico siempre para mí.
No es que haya tirado la toalla, pero estás haciendo bien eso de quitármela de las manos.
Sin pensar las consecuencias.
Sin pesar los sentimientos.
Se empieza a derretir la ilusión como un hielo lo hace en el fondo de un vaso al que nadie presta atención.
Supongo que todo es culpa de que jugamos al azar y he vuelto a perder. Una vez más, y sé de antemano que no será la última.
He vuelto a chocar contra el iceberg.
Ojalá que se vaya la fiebre, los pensamientos vehementes, el sinsentido que asciende por mi cuerpo.
Ojalá sea capaz de volver a tener la mirada perdida sin que bailes por mis pensamientos.
Y estar tranquilo.
Con tanto amor a quemarropa me he quedado sin balas.