Prefiero siempre el refugio y el abrigo que me otorga la noche, sensación de protección y libertad, de no deberle nada a nadie, de no tener que sonreír por pura cortesía. Y también prefiero la noche porque siempre acabas apareciendo entre la niebla, en medio de la lluvia que me cala hasta los huesos, me tiendes la mano, me besas la frente y caes rendida.
Te has quedado sin fuerzas y coges el aire a bocanadas, la vida te ha arrollado sin pensarlo y no te deja dormir a pierna suelta.
Insomnio, alcohol, pastillas.
Las alucinaciones hipnagógicas son el pan de cada día y el cuchillo en medio de la espalda está llegando cada vez más profundo.
Y luego están los momentos en los que me coges por sorpresa y me das un beso en medio de la calle, o te aferras a mi mano, y saltamos cualquier charco en el que se reflejan las luces de neón. Y no hay laberinto en el que tengamos miedo de perdernos.
Invencibles, con una armadura dorada que nos protege de todo lo que nos hace daño.
Pero cada cierto tiempo hay jornada de puertas abiertas en nuestras miserias y volvemos a sentir el sabor de la sangre en el paladar, nuestros dientes en el barro, nuestras manos manchadas de penas. Nos vuelve a abrazar la triste indiferencia del que sabe que nada bueno va a pasar, del que ha perdido la ilusión y se le nota en las pupilas.
Solemos hacer oídos sordos cuando estamos juntos en la cama, cuando nos arde la piel bajo las sábanas deshechas, cuando escuchamos la sangre bombeando en nuestros oídos, cuando el único mensaje que lanzamos hacia el cielo es el de nuestro placer. Una tregua en medio de la madrugada, tu sabor en la punta de la lengua, tu genética mezclándose con la mía, y la sensación ardiente en los pulmones y en el bajo vientre.
Lo acabamos dejando todo de lado, sin aprovechar cada minuto, sin luchar con la fuerza suficiente, escupiendo con rabia como si no fuéramos a acabar bajo una fría lápida, a tres metros bajo tierra.
Vamos a desperdiciar la vida separados, y la gran putada es que es la única que tenemos. Pero te aseguro que, a pesar de todo, seguiré siendo capaz de predecir huracanes en tu falda.
Te miro a los ojos, trago saliva como puedo y lo digo, aunque me cueste:
―Sabes que algún día no estaré.
Y me callo un:
―También sabes que no vas a hacer nada para evitarlo.
Y acabará dando igual que te quiera, que me quieras, porque sólo habrá dolor.
Voy a ponerle otro cerrojo al corazón.
[Retírate del juego, necio.]
Un comentario en “Huracanes en tu falda.”