Temperaturas bajo cero en la calle, los termómetros rozando el mínimo, y yo abrazado a ti espantando el frío.
Que da igual si esto parece Siberia y se congelan las tuberías y los corazones, porque nada me hiela lo suficiente si estoy contigo.
Sé de sobra que el peor frío es el que se queda en el pecho, el que te mata por dentro, ese que no se va por muchas mantas que te eches por encima, por mucha calefacción que pongas a veinte grados, por mucho vino que te caliente las entrañas. El frío que se aferra a tus huesos y se queda para recordarte el invierno cuando llega la primavera. El frío que se mete en tus pulmones y consigue detener todos y cada uno de los sentimientos. El que nos deja muertos y para el que no hay ningún remedio.
Ese, el que nos convierte en estatuas de mármol que no saben sentir, ni reír, ni abrazar lo suficiente como para cambiar el mundo.
Y eso sí que no nos lo podemos permitir.
Ni tirar la toalla, ni cruzarnos de brazos, ni encogernos de hombros, ni dejar que caigan las lágrimas y que se conviertan en copos de nieve sin más. Porque si lo hacemos, si dejamos que eso pase, la vida será un poco peor y este planeta será cada vez más gélido por mucho que se hable del cambio climático.
Si nos conformamos llegarán los días malos antes de lo que esperamos.
A mí no me importa demasiado si la nieve llena las aceras y los tejados, si nos quedamos incomunicados, si es de lo único de lo que hablan todos los telediarios, si tenemos que estar encerrados, mientras tengamos una cama, un refugio donde quedarnos protegidos del resto, haciendo fuego con nuestros besos.
Qué más da que haya cumbres nevadas y ventiscas glaciales detrás de las ventanas si sólo soy capaz de mirarte a ti, si mis manos van a volver a buscarte, si quiero morder de nuevo tu cuello y lamerte el ombligo.
Qué más da la ola de frío si siempre hace calor cuando me pierdo en tus ojos.