No sabía lo que iba a pasar, quizá porque nunca he tenido demasiada confianza en mí mismo, nunca he confiado realmente en que nadie pueda querer abrazarse a mí para dormir mientras se hace de noche y después de día. Supongo que pienso desde hace tanto tiempo que no valgo la pena que lo tengo asumido como algo normal, algo imposible de cambiar.
Entiendo que la gente esté convencida de que exagero, que mi vida no es tan triste ni yo tan penoso como creo, pero eso es porque no se han paseado durante un segundo por dentro de mi cabeza. No han visto al monstruo de debajo de mi cama.
El problema de todo esto es que ser tan gris es agotador, sonreír por fuerza y estar roto por dentro desde hace tanto acaba pasando factura, y yo ya no sé qué hacer conmigo mismo. Ni saltar por la ventana, ni vaciar tres cajas de benzodiacepinas, ni colgarse desde el techo son opciones válidas.
Los días de sol tampoco consiguieron levantarme el ánimo lo suficiente como para quitarme las preocupaciones. Pocas veces consigo dejar la mente en blanco, echar el freno, dejar de pensar en el futuro.
Y es que proclamo casi todo lo que no hago, reivindico todo lo que no tengo, pero al final sigo sin moverme.
No sé luchar por lo que quiero.
Me enseñaron a bailar con la resignación y no he dejado de hacerlo desde que recuerdo, por eso ya no sé si es que me toca siempre perder o yo me dejo ganar sin plantar cara, sin sacar los puños, apretar los dientes y lanzar los golpes. Probablemente sea todo culpa de bajar los brazos y la mirada, y cambiar de rumbo con lágrimas en los ojos.
Nunca sé qué es lo correcto, y no sé nada, y a la vez sé algunas cosas.
Que todos necesitamos algo.
Alguien que nos proteja de este infierno en el que vivimos.
Alguien que nos bese los párpados mientras dormimos.
Necesitamos un respiro, una palabra de ánimo, un abrazo, una verdad, un espejo.
Y yo, y tú, podemos serlo.
Ovejas negras, que pintan un lienzo en blanco.
Ángeles caídos, sin alas, con sexo, y vamos a cuidarnos.