El jazz de fondo me recordaba a los viejos tiempos y la voz de ella contando historias me transportaba a días mejores. Tiempos pasados que nunca vuelven. El vino aireándose sobre la mesa del comedor y las ventanas abiertas dejando que entrara el olor y la humedad de la ciudad.
—Me alegro de verte.
—Yo también. —Nos habíamos saludado con unos cautos dos besos en la mejilla sin apenas mirarnos a los ojos. Hablé con seriedad, todavía no sabía muy bien qué significaba todo aquello y me desenvolvía con precaución, con cierto temor ante ella.
Se había puesto guapa, más de lo que ya suponía que iba siempre en su día a día. Un vestido negro, ni demasiado corto ni demasiado largo, sencillo, sin más escote del necesario para no desviar mi atención. Siendo ella tenía claro que todo estaba perfectamente medido y orquestado, como siempre. Y yo en aquel momento era otro actor secundario más de su vida, que ya tenía un final determinado.
Hacía demasiado tiempo que no coincidíamos en la misma habitación y ya ni siquiera sabía qué era de su vida. Tampoco tenía claro si después de nuestra historia quería volver a formar parte de sus días de ninguna forma. Había sido difícil olvidar, había sido bastante complicado dejar todo atrás y ahora estaba todavía lleno de costras intentando curar sin dejar cicatriz. Nos habíamos hecho más daño del que dos personas que se han querido se merecen. Nos habíamos hecho daño sin tener por qué.
—Pareces pensativo, como si no te alegraras de verme.
—Siempre me alegro de verte. Lo sabes. — Aunque tenerla tan cerca doliera más que estar meses sin saber si era capaz de seguir respirando con normalidad. Había llegado a ese punto en el que «ojos que no ven, corazón que no siente.» A su lado siempre me había sentido débil, transformado en un simple objeto al que pasear. Me perseguía eternamente la idea de que las mujeres se acababan aprovechando de mí.
Serví dos copas y le acerqué una mientras daba un par de pasos por el salón. — ¿Nunca te cansas? —Le pregunté.
Ella alzó la vista hacia a mí pestañeando un par de veces sin acabar de entender.
—¿De qué?
—De volver a hacerme daño.
Sin pelos en la lengua. Me había prometido no callarme nunca más los sentimientos, los pensamientos. Me había prometido empezar a ser sincero y todo había sido gracias a ella, o quizá por su culpa.
Me bebí los dos dedos de vino tinto de la copa de golpe, sin ser capaz de apreciar el sabor en la lengua y el paladar. Me los bebí antes de sentarme en el sofá junto a ella y dejar que mis manos se deslizaran sobre sus piernas. Limpié con la lengua una gota granate que se deslizaba por la comisura de sus labios.
La nuestra era una de esas leyendas que se escriben por fragmentos, a través de los años y del tiempo.
Lo nuestro eran y serían siempre turbulencias.