Creo que solamente hacen falta 364 días para destrozar a alguien por completo.
Te digo que he escuchado el momento exacto en el que se me agrietaba el corazón, que he podido distinguir cómo se resquebrajaba poco a poco hasta caer al suelo, que he sido capaz de intuir en cuántos pedazos lo has convertido.
Ahora voy a tener que aprender a vivir sin él, con anestesia en la piel, con benzodiacepinas que me duerman el cerebro y la conciencia, aturdir mis sentidos de cualquier manera y aprender a caminar sin sentimientos en el día a día. No sé si voy a conseguirlo, porque ni tan solo quiero hacerlo. Preferiría perder de una vez por todas y que se fuera la luz, quedarme en la oscuridad para siempre, cerrar los ojos y no tener la obligación de volver a abrirlos de nuevo.
Sólo conoces el dolor cuando lo sientes en tus venas, cuando llega como un rayo y te recorre de arriba a abajo para dejarte hecho un despojo, cuando te conviertes en ruinas que ni siquiera invitan a ser contempladas. Se te quiebra la mirada y no eres capaz ni de mirarte al espejo. Resulta que al final no mereces nada, ni sentir tu propia pena. Resulta que has vuelto a fracasar, como era de esperar.
Los perdedores se dedican a perder, una y otra vez, supongo que eso es lo único que estoy haciendo bien. Lo único que soy capaz de conseguir a la primera, sin esforzarme demasiado.
Cuando uno se queda sin corazón se le acaban los latidos, y sin latidos te sientes vacío, como si alguna mano negra te hubiera robado la ilusión que mantenías viva a duras penas, como si de un soplido apagaran la pequeña hoguera que mantenías encendida echando páginas de libros viejos.
Y lo único que quieres es que se acabe el mundo ahí fuera, o que se acabe tu mundo aquí adentro.
Y los abrazos dan igual, las palabras dan igual, hasta tu puta existencia empieza a dar igual.
Dicen que sin corazón no se puede vivir, y ojalá sea verdad.