Somos drama.
Y cómo cansa.
Nos complicamos a diario, desde que salimos de la cama. Es como si por la noche, mientras dormimos, fuéramos incubando todas las cagadas que vamos a hacer al día siguiente. Como si nuestro cerebro aprovechara nuestra falta de consciencia para ir hilando nuestro futuro sin contar con nuestra aprobación. Quizá es por eso que siempre tenemos la sensación de que algo se nos escapa, por muy atado que lo tengamos todo.
Y es que al final, de lunes a domingo nos encargamos de fingir. No nos damos ni un minuto de tregua, y al final la máscara debe caer. Al final los disfraces llenan el suelo y se mezclan con las lágrimas, con el dolor, con la desesperación.
Nos han exigido tanto, nos hemos exigido tanto. No hay quien aguante tanta presión sin venirse a bajo.
Por si fuera poco nos encargamos de ir complicándolo todo, de ir tomando decisiones que nos ponen contra las cuerdas. De dejarnos llevar. De cogernos a una liana sin ser capaces de soltar la anterior.
Nos puede el miedo a lo desconocido, nos puede la atracción permanente del pecado, nos puede navegar en el desastre.
Y ahora tenemos que disimular, mentir, tejer una red, y después no hay quien arregle las cosas. Después no hay quien sea capaz de poner el parche, de arreglar el descosido, de explicar las cosas sin que parezca todo aún peor de lo que es en realidad. Se nos traba la lengua, nos tiemblan las manos y ya no podemos mirarnos a los ojos sin que nos de una punzada el corazón.
Y a mí no me gusta todo esto. No me gusta tener que arreglar lo que no hacía falta destrozar.
Después de todo, supongo que soy más básico de lo que pensaba. Incluso de lo que pueda parecer.
Sólo pido dejar atrás tanta tragicomedia griega, que se allane el terreno, que por una vez las piedras se queden a un lado de esta travesía, que no haya nubes, coger todos los semáforos en verde, que el café nunca se enfríe, que tus ojos nunca dejen de mirarme.
Me gustaría que fuera sencillo, sentirme mejor, no tenerte tan lejos, conformarme con esto.
Pero no soy capaz de hacerlo.
La triste realidad es que sé exactamente lo que quiero, y no puedo tenerlo.
Como siempre.