La única taberna que había en aquel pueblo del norte de Escocia albergaba más vida que la mayoría de las casas. Los ancianos del lugar pasaban allí las tardes bebiendo whisky añejo y discutiendo con ese acento tan horrible para mis oídos. Llevaba en la población un par de meses y era incapaz de acostumbrarme, no había manera de entender ese inglés tan distante del que te enseñan en el colegio y en el instituto. Un acento tan rudo y cerrado que realmente había llegado a pensar que ni siquiera se entendían entre ellos.
Mis motivos para acudir al sitio eran bien distintos a los de la mayoría. Me sentaba en la barra solo, sin apenas abrir la boca para hablar con nadie por miedo a meter la pata, mientras observaba a la hija del dueño ir y venir sirviendo whisky y cerveza desde que abrían las puertas hasta el cierre. Había conseguido llamar mi atención desde que puse un pie dentro en aquel antro, revestido de madera hasta el techo, y donde la temperatura siempre era asfixiante comparándola con el exterior. Había tomado como buena costumbre beber un par de cervezas en silencio, sin intención de relacionarme con nadie. Con el único interés de verla durante unas horas antes de volver a casa y encerrarme en la habitación de un piso compartido.
Los días eran mucho más cortos de lo que estaba acostumbrado, aunque no había tardado mucho en aclimatarme a ello. Lo del frío era otro tema, la humedad te calaba hasta los huesos por mucha ropa que llevaras encima y la mayoría de días despertaba con el suelo mojado y el cielo de un gris plomizo que ahuyentaba a los visitantes.
El motivo de mi estancia allí es difícil de explicar y no tiene mucha relevancia. La cuestión es que me quedaban otros ocho meses por delante y mi único entretenimiento consistía en sentarme allí a ver el tiempo pasar en un reloj que se había quedado sin pilas desde mucho antes de que yo naciera.
Karen. Supe su nombre después de unos días, pero nunca me había dirigido a ella. Cuando me veía entrar por la puerta me dejaba una cerveza frente a mí y después me daba el cambio. Con una sonrisa tierna, que escondía cierto interés por saber quién era ese forastero que de pronto vivía prácticamente entre aquellas cuatro paredes. Tenías los ojos más claros que había visto nunca, y al parecer para todos los que acudían al bar era como una hija.
Un día en el que la lluvia caía con desgana sobre el suelo embarrado del camino, y yo había decidido salir a encenderme un cigarro mientras contemplaba el paisaje neblinoso, la vi salir y quedarse junto a mí.
–Eres raro.
Que sus primeras palabras hacia mí fueran esas sólo logró sacarme una risa tenue entre el humo del cigarro.
–Y tú demasiado guapa.
–¿Todos los españoles sois así?
Me pregunté durante un momento cómo sabía de mi nacionalidad, y supuse que la señora que me cobraba el alquiler y que me había dejado vivir en una de las habitaciones de su casa tenía algo que ver. En los pueblos pequeños todo el mundo se conoce y un extranjero llama demasiado la atención por mucho que trate de pasar desapercibido como era mi caso.
–¿Todas las escocesas sois así?–pregunté enarcando una ceja.
Se encogió de hombros sin responderme en un primer momento. Le di otra calada al cigarro y la observé.
–Supongo que no.
Y no sé por qué pero os prometo que en el momento en el que tiré la colilla para pisarla contra el suelo y apagarla sentí algo cálido recorriéndome el pecho. Y me recordé a mí mismo que siempre había sido un pobre idiota, que siempre había sido un pobre perro abandonado buscando un poco de cariño aunque fuera allí en Portree, tan lejos de casa, tan lejos de todo.
Me dejó un beso en la comisura de los labios antes de volver a entrar a la taberna y seguir sirviendo a los de siempre.
–Espérame.–dijo antes de que la puerta se cerrara tras sus espaldas.
Y lo hice.
Os juro que por ella me habría bebido el último trago de Escocia.