Dicen que sólo podemos ser libres cuando no tenemos nada que perder.
Yo hace tiempo que lo perdí todo, incluso a mí mismo, y estoy obligado a vivir en el magma del común. Con gente con miedos, con gente que no ha probado nunca lo que es arriesgarse. Con gente que en lugar de sangre parece que tiene agua destilada por sus venas.
Confieso que el salto da vértigo y al mismo tiempo te llena de adrenalina y dopamina. Confieso que ver tu vida como un espejo que se rompe contra el suelo es complicado y hace que el corazón se te vaya parando poco a poco, como esas máquinas viejas que acaban por dejar de funcionar. Confieso que es duro, y que en el abismo hace mucho frío. Confieso que es difícil dejarse caer con los ojos cerrados cuando nadie va a pararte la caída. Confieso que después de hacerse jirones el alma uno no vuelve a ser nunca el mismo.
Sigo teniendo pánico al futuro, y al qué dirán.
Y sigo temblando por las noches desde que me quedé completamente solo.
Pero lo bueno de toda esta mierda en la que he ido creciendo, saliendo como un sediento que se arrastra por el suelo en busca de un manantial, es que sobrevivimos a todo.
Como si fuéramos jodidas cucarachas.
Nos salvamos del huracán, de un suspenso, de quedarnos sin dinero. Nos recuperamos de la muerte del prójimo, de las heridas y de perder el tren que nos llevaba a nuestro destino.
Sobrevivimos al primer amor, al último y a todos los que existen por el medio.
Lo que no se puede soportar es supeditar tu existencia a la de los demás, que otros elijan lo que nos debe pasar, que alguien decida por nosotros y nuestra felicidad.
Lo que no se puede soportar es sentir lo que no quieres, subordinarte a las decisiones de otros, y que te quiten la sonrisa.
Lo que no está permitido es conformarse.
Porque lo único que podemos hacer por nosotros mismos es vivir, y respirar, y bailar como si no fuera a pasarnos nada malo.