Lo malo de tratar de ser un salvavidas es que consigues que el resto no se ahogue pero tú acabas en el fondo, entre animales submarinos que todavía no tienen nombre porque nadie los ha visto.
Las aguas abisales son tan raras y se está tan solo.
Entiendes entonces a esos que no tuvieron suerte (y dinero) suficiente para subir a un bote en el Titanic y alejar el frío inerte del Atlántico de sus órganos. Entiendes que las tinieblas no dan miedo porque estén llenas de monstruos como los que hay debajo de tu cama. Entiendes por fin que, al final, nuestro mayor temor es el de no tener a nadie que se pregunte por qué hoy no te brillan los ojos como siempre.
Y estamos desaprovechando las buenas oportunidades, y nos vamos a hacer viejos siendo carne de psicoterapia. La felicidad la dejamos en manos de los demás porque nosotros no la merecemos, porque ya nos hemos dado por vencidos, porque hemos dejado atrás la mirada de niño y la inocencia se nos fue con aquel primer vómito por culpa de la resaca.
No sé si deberíamos volver a creer, pensar que todavía hay tiempo por delante, pensar que las cosas todavía pueden irnos bien, y abrir las alas y echar el resto en cada vuelo que nos quede.
Pero nunca seremos tan optimistas, nunca nos concederemos el sentirnos tranquilos con nosotros mismos y lo que hacemos. El futuro se ha convertido en un enorme dragón que va a partirnos en dos con sus garras, y acecha tras cada roca del camino esperando nuestro error.
Vivimos a medias, con la mente siempre en otro lado y ya no disfrutamos ni cuando se supone que todo el mundo lo hace. Somos espejismo, reflejo imperfecto de todo aquello que podríamos llegar a ser y se quedará en el polvo.
Y el problema es nuestro, por exigir, por esperar, por querer de los demás algo que ellos no nos pueden/quieren/saben dar.
El problema soy yo, siempre pasa igual.
No quiero seguir siendo salvavidas para acabar muerto.