Nadie sabe qué se oculta en las sombras.

Mira el humo que sale de un cigarro a medio terminar y lo deja sobre el cenicero de esa pequeña mesa en la que está sentado. La música del local lo envuelve, sube hasta sus oídos y luego pasa de largo, ni siquiera el jazz esa noche puede ayudar a ordenar sus pensamientos, tampoco el movimiento de los labios de la cantante mientras lo mira fijamente. Está más allá, no es su día, un par de casos lo llevan de calle y no sabe ni cómo empezar. Quizá por eso bebe, quizá por eso fuma, quizá por eso había decidido envolverse en un frío abrigo y salir en pleno mes de febrero a patear unas calles que tan sólo le devolvían risas burlonas en la oscuridad. 

 

Los demonios ya se ríen de Harvey Williams, pobre tipo. La vida se le rompe a pedazos y él ni se inmuta. A sus cuarenta y cinco años ya no sabe lo que debe hacer para seguir respirando sobre la superficie, sin acabar de hundirse por completo. No es la edad, son las circunstancias. Vivir solo con un gato y una vieja trompeta metida en una funda no hablan demasiado bien de él, y tampoco que pase horas apoyado en el alféizar de la ventana intentando cuadrar las piezas de muchos puzzles que no le encajan. Su vida está rota, siempre lo ha estado, pero cada vez se fragmenta más, hasta un punto en el que ha dejado de saber quién es. Se mira al espejo y no se reconoce, esos ojos opacos, sin brillo, que ya no tienen ni una pizca de esperanza, esas arrugas en la frente que indican que ha llevado una mala vida. Una barba que debería afeitar pero no quiere.

 

Williams abre los ojos antes de dar otro trago a un whisky que posiblemente es todavía más viejo que él mismo. Deja el vaso vacío y coge el cigarro antes de levantarse y colocarse el abrigo y un sombrero que impide que se le hielen las ideas más de lo que es estrictamente necesario. Ha devuelto el saludo y una media sonrisa melancólica a la cantante, la conoce de tantas otras noches. Noches que ya no se han vuelto a repetir desde hace meses. Aún así guarda un gran recuerdo, como lo hace de toda esa gente que lo ha ido abandonando por el camino sin remordimientos. Nadie quiere a alguien amargado a su lado. La gente ya se ha acostumbrado a que sólo existan risas, brindis y felicitaciones; y cuando alguien es más gris que los demás lo apartan a patadas, como si fuera un perro callejero.

 

El alcohol no le hace mucho efecto pero aún así nota que sus reflejos no son los de siempre. La muerte le saluda desde una esquina, pero por un día pasa de largo. Otra vez. Son tantas las ocasiones en las que se ha topado con ella que es como un miembro más de esa familia invisible que tiene desperdigada por el mundo.

 

— Buenas noches, Williams. —La voz de una mujer le sorprende desde una esquina, no puede ver su rostro por culpa de la bombilla fundida que hay en la farola. A pesar de eso, sabe que la conoce. No puede ser. Pero es que, nadie sabe qué se oculta en las sombras.

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