Lo que me gusta de la vida es que siempre se encarga de devolverte al lugar que te corresponde. Te da una hostia, y bajas de donde sea que estés. Como cuando te crees en la cresta de la ola y de repente te das cuenta de que no, que estás en el mismo puto punto diminuto del mapa en el que eres insginificante y no le importas a nadie.
Al final resulta que aunque no queramos nos creemos las palabras de los demás, aunque los ojos nos digan otra cosa, aunque los días nos digan lo contrario, aunque no haya nada que hacer y sigamos remando por si acaso.
Aunque la intuición nos avisara hace tiempo de que debíamos protegernos.
Aunque la profecía nos advirtiera de que nos harían daño si éramos de verdad.
Quizá es que es tiempo de ruina y de rendirse, y de dejar caer los brazos a ambos lados del torso sin intentarlo más. Quizá es que tan sólo soy un poco de eco entre tus manos, un recuerdo de algo bueno que te hace sonreír.
Pero no somos futuro.
No somos nada.
Y la verdad es que ya no creo en el destino, ni en las casualidades, y la magia ha dejado de existir para mí. Y ahora que todo se ha vuelto tan racional y me doy cuenta de la realidad prefiero dejarlo todo de lado y volver a ensuciarme las manos dibujando borrones en papel reciclado.
Sin ser Sócrates, lo único que yo sé es que nunca estás y no me sirve.
Ya no.
Y aunque haya sinfonías de Sibelius y de Mahler que me hagan creer lo contrario voy a romper partituras y a incendiarlo todo, porque ya nada tiene sentido.
Me enseñaron que decir adiós siempre cuesta menos con una canción.
Ahora sólo tengo que encontrarla y estaré listo.
Se avecina el desastre.