La sangre ha vuelto a derramarse en nombre de los dioses.
Se supone que no hay Dios sin amor.
Orlando llora, América llora y el resto del mundo también lo hace.
Y a pesar de eso, todavía hay quienes en lugar de estremecerse ante cualquier acto de violencia sin sentido lo excusan: «Es que eran gays», «#MásMasacresMenosGays». Aún hay gente que se alegra de que al menos los muertos sean homosexuales, porque son menos personas, porque lo que hacen no está bien, porque los invertidos son antinaturales.
¿Qué podemos esperar de un mundo así?
Un planeta en el que la gente se ampara en entes invisibles y fábulas escritas hace miles de años convertidas en leyes sagradas, pero dispara a sus hermanos.
Qué asco damos.
Que no entendemos.
Que no respetamos.
Que no se casen.
Que no puedan tener hijos.
Yo no tengo nada en contra de los gays, pero que no se cojan de la mano por la calle, que no se besen en público.
Cincuenta personas con miles de colores en su sangre, y los han fundido a negro. Ya no podrán levantar la voz, besarse entre ellos, cogerse de la mano, reír con la persona a la que aman. Porque todo eso estaba mal.
Pero comprar armas en un supermercado debe ser palabra divina, escrita en algún verso del Corán, de la Biblia o la Torá.
Orlando ha dejado de ser un parque de atracciones para convertirse durante un instante de la historia universal en capital del dolor.
La sangre mancha sus calles.
Ondean arco iris, caen lágrimas, se gritan protestas y se escucha el silencio mientras suenan los relojes.
El cementerio va a llenarse de gente que sólo era. Que sólo quería. Y ahora tendrán tumbas llenas de flores.
Sólo la educación combate el miedo.
Sólo el amor combate el odio.
Tenemos el futuro en nuestras manos.
Y que llueva fuerte, que salga el sol, y volvamos a ver el arco iris.
Podéis seguir disparando, cuando vengáis a por mí os abrazaré de la mejor manera que sé.