Ni yo recuerdo tu nombre, ni tú recuerdas el mío.
Probablemente.
Sólo sé que era verano y que el agua nos había mojado hasta las neuronas, y que con la ventana de la habitación abierta escuchábamos los truenos castigando las afueras de la ciudad sin tregua.
Nos recorrimos por completo, varias veces, mientras cualquier canción sonaba de fondo entre las cuatro paredes que nos acogían. Sin percibir ninguna señal de aviso, sin leer los carteles luminosos que nos advertían que nos acabaríamos perdiendo.
Nos convertimos en un par de ángeles caídos que se movían como unas manos cuando tocan un riff de guitarra que conocen de memoria, que se arañaban las espaldas y que se mordían el labio a cada rato que podían. Sin ritmo fijo, sin saber si estábamos en la cama o golpeando las caderas contra el suelo, porque daba igual, porque las circunstancias son lo de menos cuando la sangre no te llega al cerebro durante un buen rato. Subidos a un tren e incapaces de ponerle freno.
Hay veces que todo es sexo.
Sudor, saliva y nuestras pieles pegadas entre sí.
Y lo hicimos tan sucio, tan elegante, tan clandestino que era imposible que algo saliera mal. Lo hicimos tan jodidamente bonito que el hecho de que la ciudad fuera un río turbulento de gente y agua era secundario, y que vinieran las siete plagas de Egipto y el puto Apocalipsis eran tan sólo un par de minucias mientras tenía tus labios respirando con los míos.
Sólo recuerdo tus gemidos, tus manos en mi pelo y las ráfagas de viento trayendo gotas de lluvia para tratar de apagar el incendio entre los dos, encargados de convertir aquella habitación en el más dulce infierno. Destruimos sobre unas sábanas empapadas todas las fronteras, y encontré caminos en la curva de tu cintura que no salen en los mapas.
Los periódicos no hablaron de nosotros, pero dicen que aquel día hubo atascos y accidentes, y que mientras nosotros sumábamos orgasmos otros los restaban.
[Y ahora escucho truenos, y quiero tenerte, y amanecer contigo mientras la ciudad duerme y huele a tierra mojada.]