Llueve otra vez, en la calle y en mi cabeza. Tengo la duda de que vaya a parar en esta ocasión, y creo que es porque empieza la época de los ciclones y el mal tiempo.
Sin darme cuenta me he ido arañando por dentro hasta quedarme vacío y ahora tengo tanto hueco que no sé cómo voy a rellenarlo.
Aire, sudor y lágrimas, lo único que me queda.
Es abrir los ojos y ver que no tengo nada, aunque lo tenga todo. El inconformismo permanente, la sed del que nunca es suficiente.
Vivo cayendo a velocidad constante, y el abismo ya no me abraza como antes.
Hubo un tiempo en el que sentirme perdido incluso me parecía divertido, sentir que no tenía ni puta idea de a dónde iba ni con quién. Y me aferré a todas las manos que se cruzaron en mi camino con los ojos cerrados y aquí estoy ahora, en medio de la nada, gritando nombres que apenas recuerdo.
Siempre solo.
Al final sólo podemos abrazarnos a nosotros mismos antes de dormir sintiendo el nudo en la garganta.
He vuelto a morder el más frío y cruel de los anzuelos. Y sólo tengo caos y truenos en el pecho, y espinas clavadas en los dedos de tanto tocarte. Es la sensación de seguir siempre a la deriva, y ahora es cuando me persiguen los lobos hambrientos y busco refugio. Un lugar en el que poder ser, respirar y dejar de tener miedo.
No sé cómo salir de este bucle, de tanto dolor, de tanta fotografía congelada en mi cabeza ahondando en la herida.
No hay salida de emergencia, ni piloto automático. Y las cajas negras no nos dirán nada de todo este accidente.
Los días de lluvia me gusta mirar al cielo, para ver si a pesar de todo sigue habiendo aviones sosteniéndose en el aire, para ver si, a pesar de las nubes, se puede sobrevivir a cualquier amor fatal.
Y ahora voy a ver otro cambio de estación mirando por la ventana y seguiré en la misma terminal sin haber elegido en qué vuelo debo subirme, arrastrando las penas con viejos zapatos, con el corazón abandonado.
Asumo la culpa, que me sacuda fuerte la tormenta, que me lo merezco, porque siempre estoy pidiendo demasiado.