Dicen los más viejos del lugar que tenemos lo que merecemos, y deben tener razón. El problema viene cuando lo que merecemos algunos es la soledad, morder la rabia y observar cómo viven los demás; con los pies hundidos en el fango de las trincheras y llenos de barro hasta las orejas de tanta batalla que no hemos conseguido ganar ni con malas artes. Acabamos resignados, sin fuerza en las manos, con los ojos convertidos en diamantes de tanto llorar.
Hemos visto cómo han ido alejándose los sueños que teníamos en la infancia, sin cumplirse, cada vez más imposibles. Y observamos siempre con pena a aquel niño de mirada clara que sonreía a sus padres al verlos en la puerta del colegio, cuando todo iba bien, cuando, inocentes, no sabíamos que la vida se convertiría en estos espejismos de realidad manchados de pequeñas farsas.
Ahora tenemos sonrisas de plástico y besos de caucho, y gafas de sol que nos tapan la cara, porque ya ni siquiera nos atrevemos a mirar a los demás a las pupilas por miedo a que averigüen que somos de mentira. Pieles de poliestireno expandido, corazones de plastilina y un remix de serotonina, dopamina y noradrenalina bailando en nuestros blandos cerebros sin sentido alguno.
Haciendo un repaso quizá es cierto que cada uno tiene su merecido, en mayor o menor medida, y que todo llega, y que esa mierda del karma acaba actuando y poniendo a cada uno en su lugar. Yo seguiré esperando, viendo cómo se escapa la vida sin vivirla, dándote palmadas en la espalda diciéndote que lo estás haciendo bien, como si entendiera de eso.
Voy a quedarme en las trincheras escuchando el sonido de la guerra, sin atreverme a salir a luchar. No pienso arriesgar, soy campeón en perder en todo lo importante. Mejor me quedo quieto, me conformo con lo que tengo y lo que soy, que para algo tengo lo que merezco.