Todo fue culpa del rock, y de las ganas.
Todo fue culpa de recomendarnos canciones cada domingo por la tarde, de hablar desde la nada, de mirarnos desde la distancia de un ahora y hasta siempre.
Nos dejamos llevar por la gravedad del momento, dejamos que el paso del tiempo se diera contra el colchón y que la música acabara por enganchar nuestras caderas. Dejamos fuera de la puerta los relojes y el cartel de «no molestar» en nuestras vidas.
Jugar al despiste del ahora sí, ahora no, sin saber lo que estaba por venir. Callando más de lo que era necesario, haciendo uso de una ley del silencio que nos habíamos impuesto mutuamente. Usando armas de destrucción masiva cada vez que nos quedábamos sin ropa, clavando dardos venenosos, dejando parches de liberación retardada bajo tu piel.
Perder el equilibrio con cada salto que he dado contigo, viendo la estabilidad cristalizada y a punto de romperse al borde del precipicio del mañana.
Un par de astronautas haciendo buceo, alpinistas buscando el centro de la tierra, domadores de tigres de Bengala con dedos de caramelo, budistas en las playas de Malibú.
Nos tropezamos en el infierno diario de un juego del que no conocemos las reglas, y ahora parecemos un par de piezas de ajedrez que se han quedado fuera del tablero y sólo esperan a que el resto acabe la partida. Todavía desconocemos la gravedad del asunto, el alcance de toda esta explosión.
A buen entendedor no hacen falta las palabras, ni escribir de más.
Todo fue culpa del rock, y de las ganas. Estoy seguro.