Sálvate tú, me dijo. Todavía tuvo fuerzas para mandarme lejos de casa, para tratar de que lo olvidara todo y empezara de nuevo en otro lugar. Cambiar de aires, borrón y cuenta nueva. Suena fácil pero no lo es. Decidir de un día para otro que te vas, que tu vida rutinaria se queda en el pasado y que vas a cambiar de hábitos. Apenas había un par de personas en la estación de tren, un matrimonio de ancianos que hablaban con ese tono bajo de quien apenas puede alzar la voz porque los años lo han consumido por dentro.
Los miraba con cierta envidia, sonriéndose con la mirada llena de arrugas, sujetando un par de bolsas de ropa con las manos frías. El invierno era duro en el interior, y supongo que como ellos, yo iba en busca de un lugar en el que calentarme las entrañas hasta la llegada del buen tiempo. Los miraba, sin poder evitarlo, ellos todavía se tenían, habían aguantado el paso de los años y las discusiones, y los besos raros.
Miré el reloj y suspiré para mí mismo. Diez minutos de retraso y un corazón que latía despacio, a pedales, como podía después de que se rompiera por pena, por pura tristeza.
Sálvate tú, me dijo. Y lo dijo llena de serenidad, desde su cama de hospital, mientras yo trataba de aguantarme las lágrimas y apretaba su mano. Su carta de despedida la había leído después, después de que sus cenizas formaran parte de un reloj de bolsillo que siempre llevaba en el pantalón, enganchado con su cadena de plata vieja. Eva me pedía que dejara nuestro hogar, que lo dejara todo atrás, que volviera a mis raíces, que regresara y tratara de seguir viviendo como había hecho hasta ahora. Lo único malo de todo aquello es que sin ella vivir se me antojaba la peor broma que me podía gastar el Universo.
Sálvate tú, me dijo. Y yo no quise.