Al parecer nació para eso, para encargarse de los demás y olvidarse de sí mismo. De su propia vida, de su propio sufrimiento, de disfrutar de cada una de esas cosas que le fascinaban como si fuera un niño pequeño. Era esa pieza clave, esa llave maestra, esa ficha de dominó que si cae tumba al resto.
Como un baúl guardaba los problemas del resto, intentando con sus palabras calmar el mal ajeno, intentando poner orden en las vidas de los demás, dejando que el caos fuera sólo suyo. Cargó con todo, en silencio, dejando que al final el mundo quedara sobre su espalda. Aguantando a duras penas, manteniéndose en pie por pura inercia. Resistiendo.
Y a él, por analogía, lo llamaron Atlas. Maldita condena.